lunes, 2 de septiembre de 2013

El primer día de su último año de colegio

Hay cosas para las que una madre nunca está preparada, por más que se haya sufrido con los hijos, por más que se haya reído con ellos, por más primeros y últimos días de todo, por más vida compartida; la ves irse al primer día de su último día de bachillerato con su pelo color miel sobre la polo blanca, dejando regado su olor a bebé por todos lados... La ves subirse al carro y te das cuenta de que empieza el ritual de desprendimiento, que aquel bebé que corría con vestido de listones por los pasillos del súper, que te repetía "juguemos, mami" a las doce de la noche el día de su segundo cumpleaños; ya no es más ese bebé.

Y resulta que allí va, convertida en la persona que todos los días sueña ser. Allí va, y probablemente, las dos recordemos este día para siempre, porque ella no pudo dormir anoche y yo tuve que transformarme en la mamá mala que no cedió ante sus ruegos de que la dejara quedarse, y yo tuve que ser fuerte y darme cuenta de una vez por todas que debo dejarla ser adulta, que debo dejar que entienda de esa forma que la vida es difícil, que en la vida real uno se tiene que levantar, por más cansado que esté.

Y allí al primer día de su último año de bachillerato. Allí va, y esos diecisiete años pasaron frente a mis ojos: tantos primeros días de clases, tanto acto de Navidad, Día de la Madre, clausuras; tantas notas, tantas tareas, tantos exámenes, tanta amigas, tanta pijamada, idas al cine; tanta trenza hecha, tantas loncheras...

Tanto adiós-teamo todas las mañanas.

Tanto nudo en la garganta.

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