jueves, 24 de febrero de 2011

Hace 11 años

Antes de que cualquier prueba de laboratorio o chequeo médico me confirmara que ya estabas conmigo, yo te presentí. Te sentí impetuosa e inquieta dentro de mi útero adolescente. Te presentí amorosa y pícara, curiosa y hablantina.

La primera vez que te vi eras un pedacito de persona que apenas se movía. En ese tiempo las ultrasonografías eran remedos de imágenes en blanco y negro en los que había que adivinar las formas. El médico nos mostraba tu cabeza, tus manitas, tus piés, tu corazón, y yo no pude evitar llorar. Ya te amaba, pero al verte me enamoré irremediablemente.

Te gustaba jugar al fútbol aún antes de nacer. Recuerdo la piel de mi vientre ondeante, y tus piecitos recordándome que pronto saldrías, para caminar a mi lado. Todos los meses que estuviste dentro de mí me sentí acompañada y amada.

Yo, a mis 19 años e ignorante de todo, esperaba con ansiedad el día de tu nacimiento. Cuando comenzaste a dar señales de querer salir a conocer el mundo me di cuenta de que la vida no es como la pintan, y se puso a prueba mi autocontrol.

Me recuerdo corriendo a un teléfono público para avisarle a tu papá que ya venías, luego yendo al hospital solo para que, después de una semana de dolores, me mandaran de regreso para la casa. Recuerdo a tu abuelito Lilo y a tu tío Sergio saliendo entusiasmados pensando que te traía en brazos, y no aún dentro de la panza. Recuerdo a tu abuelita Clarita acompañándome de nuevo al hospital cuando ya los dolores no me dejaban dormir.

Recuerdo la angustia que sentí cuando me dijeron que era necesario que nacieras ya, y que ya que mi cuerpo no colaboraba, te abrirían camino a punta de bisturí. Recuerdo haber visto tu manita, en medio del mareo de la anestesia, y haberme esforzado en ver que tuvieras escrito mi nombre en el brazaletito que recién te ponían.

Después de que naciste, aquel mediodía del jueves 24 de febrero de 2000, te separaron de mí. Fueron horas eternas en las que, mientras recobraba el sentido, no me aguantaba por verte, por cargarte por primera vez. ¿Por qué no la traen? ¿Estará todo bien? ¿Qué voy a hacer cuando la tenga aquí conmigo? ¿Podré hacerla feliz?

Era de madrugada aún cuando una enfermera me despertó: “Señora, aquí le traigo a su niño”, al tiempo que ponía en mi cama un bultito rosado envuelto en una manta. Entonces vi los ojos más bellos del universo. Te vi, me viste, me sostuviste la mirada, y mi corazón se hinchó tanto que no sé cómo mi pecho no reventó.

Desde entonces has sido mi niña, mi tesorito, mi joya, mi pollito. Te he visto reír y llorar, hemos jugado y te he regañado. Hemos apostado a ver quién le da más besitos a la otra en un minuto. Te he enseñado a ser una mujercita y me has enseñado a ser mamá. Hemos corrido juntas, nos hemos caído juntas, me has visto equivocarme y me has perdonado, has sido la razón por la que, sin importar qué tan malo fuera mi día, he amado la vida. Por años has estado allí para recibirme con una sonrisa, sin reclamar el hecho de que te deje todo el día para ir a trabajar, y sin jamás escatimarme un “te amo, mami”.

Te veo, y ya no sos mi niña, sos toda una señorita. Tu cuerpo y tu mente cambian, pero tu amor está intacto. Veo tus ojos y sigo viendo a mi bebé. Me besas y sigo sintiendo la ternura de nuestros primeros años. Cada vez sos capaz de caminar más lejos por tu cuenta, sola, y comprendo que pronto serás toda una mujer, y me dan ganas de reír, y me dan ganas de llorar, y quiero ser la mejor mujer del mundo para servirte de ejemplo, quiero aprender toda lo que pueda para poder enseñarte, quiero vivir suficiente para no dejarte sola.

Gracias, mi Adri, por haber venido al mundo, por estar conmigo siempre y por tu amor incondicional. Gracias mi niña, por tu sonrisa, por tus chistes, por tus bromas, por tus reflexiones que a veces parecen de adulta, por contarme qué haces en tu día, por confiarme tus problemas y buscar en mí las soluciones.

Felices 11 años, hija, espero estar allí para compartir muchísimos cumpleaños más. Apenas empiezas, te falta mucho por vivir, por favor nunca olvides que aquí está tu mamita, para lo que querrás, y siempre me tendrás allí, mientras Dios me regale vida.

jueves, 17 de febrero de 2011

La peor madre del mundo... no, del universo

Hoy me decía una amiga que debería de escribir en un blog mi experiencia como periodista y como madre. Pues en el blog ya escribo, pero esta misma combinación explosiva entre mi profesión y mi situación familiar me había mantenido en una vorágine implacable que me llevó a abandonar por un tiempo este espacio. Mea culpa y disculpas.

Hoy me siento como la peor madre del mundo, no, más bien, del universo. ¿Saben qué hice? Fui a dejar a mi bebé a la guardería —la mejor que pude encontrar, luego de un rosario de solicitudes de referencias a mis amigas, y las respectivas visitas frustrantes a una, tras otra, tras otra…—, como todos los días, con su maletita lista: pañales, frazadita, cambios de ropa, baberos, calcetines, las pachitas con agua, ajá, todo. Menos la leche.

Bueno, en realidad me refiero a la fórmula láctea en polvo con la que las madres que trabajamos sustituimos la lecha materna —“el mejor alimento para el lactante”, según dice en letras chiquitas en la misma lata, como un aguijoncito que nos termina de apuñalar el corazón—.

Justo cuando comenzaba a respirar tranquila porque ya había cumplido mi tercer gran deber del día, léase dejar a la niña en la guardería (en otra entrada les compartiré cuáles son las primera y la segunda… y la tercera, la cuarta, la quinta…), una llamada a mi celular me cayó como patada en la cara: “señora, me dice la enfermera que no le trajo la lechita a la niña”, y al fondo, se escuchaba el inconfundible llanto de mi bebé, de mi Clarita, que a sus casi cuatro meses de edad pasa la mayor parte del tiempo con extrañas (extrañas para mí, ella ya las conoce, y las saluda con una sonrisa cuando las ve).

Las que sean madres se imaginarán la combinación de angustia, culpa y cólera que me invadió. Cólera contra mi misma, angustia por mi bebé, culpa por no poder ser más eficiente, por no poder hacer abundar más el tiempo, por no haber revisado dos veces la maletita, por no poder ser mamá de tiempo completo ahora que mi hijita me necesita tanto.

El plan mental para resolver el problema era simple: pasar a la farmacia que queda cerca de la guardería, comprar la fórmula e írsela a dejar. En esas estaba cuando apareció Murphy. En la farmacia no tienen la marca de fórmula que toma mi hija, que además debe ser libre de lactosa para evitarle los cóligos. Corro al mostrador, pregunto si tienen esta fórmula, me dicen que no, me regreso a la góndola, veo otra marca que dice ser libre de lactosa, vuelvo al mostrador, y mientras la pago, le pido a Dios que no le vaya a caer mal. Regreso al carro, manejo como autómata hasta la guardería, me bajo y corro dentro, las encargadas me reciben y les doy la fórmula, no las veo, no las oigo, solo busco con la mirada a mi bebé, la ubico y la encuentro con los ojitos hinchados de llorar, ya calmada porque las enfermeras la han estado arrullando, el corazón se me encoje, la quiero cargar, quiero darle el pecho, pero es tardísimo y debo volver a la oficina. Una de las enfermeras le prepara la fórmula y otra se sienta con ella en una mecedora y le da de comer. Veo que hace un gesto de disgusto al probar la leche y se me sale una lágrima. Tras la insistencia de la enfermera, mi Clarita finalmente agarra el biberón y empieza a comer. Me ve, se distrae y suelta el biberón, es mejor que me vaya, lo sé, pero no quiero, pero igual lo hago.

De ese momento, al minuto que llego a la oficina, no recuerdo mucho, a estas alturas se ha ido ya la angustia, y solo me queda la culpa. La culpa sigue aquí conmigo y no logro sacudírmela. Es mi compañía más recurrente desde que, hace 11 años, comenzó este binomio difícil de conciliar entre mi gran pasión, el periodismo, y mis grandes amores, mis hijas.

Amo lo que hago, pero amo más a mis hijas. Debo trabajar para que a ellas no les falte nada, pero con mi horario les termino faltando yo. Tengo una rutina, una lista de pendientes, una agenda semanal y otra mensual, todo lo que los libros de crianza de niños para madres que trabajan te recomiendan. Aún así no logro ser infalible, y en la maternidad los errores se pagan muy caros.

Son las 10 de la mañana y el día es aún joven. Me falta mucho por hacer, superar el corre-corre de la hora del almuerzo y asumir el papel de ama de casa cuando llegue por fin al hogar, a una hora indeterminada e impredecible, y rogarle a Dios que esta vez sí haga las cosas bien, para que talvez, y solo talvez, mañana pueda ser una mejor mamá.

domingo, 13 de febrero de 2011

Fiesta bailable

Los tiempos cambian.
La vida es de otro modo.

Ahora nuestros hijos tienen acceso a un montón de cosas, están llenos de información, el internet les ha abierto las perspectivas y su mundo es más amplio.

Uno no se da cuenta y los hace bien "tiernos" e inocentes. Mi chiquito de 8 años vino ayer en la mañana y me dice que va a haber una fiesta en la colonia, "una fiesta bailable", me dice; y que él quiere ir. Es organizada por el comité de la colonia y la hacen en el área de parque, con mesas a la orilla de la piscina y disco móvil en un lugar cerrado. El asunto es que el peque me insiste, que vale cinco dólares con cena y tres dólares solo el baile, que él quiere ir a las dos cosas, que va a ir con sus amigos de la colonia. Lo que me llama mucho la atención es que repite "fiesta bailable" varias veces, muchas veces, y a mí me da risa, porque pienso que no entiende el concepto o que a saber qué se imagina de una fiesta bailable o sí entiende y quiere ir a ver a la gente bailar.

A las cinco de la tarde se baña, se perfuma, se pone ropa linda, me pide los cinco dólares para la fiesta y se va en patineta con los amigos.

A las ocho y medio considero que ya es suficiente tiempo para que haya andado rondineando la fiesta, viendo a la gente que baila... A las niñas, qué sé yo. Me imagino que anda por allí dando vueltas con los otros niños, aburridos. Llego al lugar  comienzo a dar vueltas para encontrar al bichito. Piscina, no. Parque, nada. Canchas, no. Lo busco en la pista de baile, tal vez anda "ispiando" a los bailantes. Solo hay un montón de niños bailando. Un montón de niños bailando y cuando veo detenidamente, el mío está en el centro, todo un experto, con unos pasos y una destreza que nunca me imaginé, se tira al piso y da unas vueltas sobre la espalda, al estilo breakdance. Un experto. Me escondo detrás de la pared para que no me vea, para que no le dé pena. Sigue bailando y me siento tan tonta.