Según mis cálculos, mis hijos han actuado, aproximadamente, 30 veces en actos navideños. Si le suman a eso, la misma cantidad de actos del día de la madre y clausuras, se vuelve una cantidad exhorbitante e interminable de bailes, poemas, maquillajes, actuaciones, disfraces y lágrimas...
Sí, porque no importa la edad que tengan, uno de mamá se sienta allí y el hijo sale a escena y es como si todo el mundo alrededor desapareciera y el hijo allá arriba es el más lindo, el que mejor baila, el que mejor canta, el que tiene la mejor voz... Y no importa que de tan chiquito que está ni siquiera se mueva en el escenario, no importa que el pantalón se le esté cayendo porque le queda grande, o que las mangas de la camisa se salgan debajo del saco, o que los ganchitos se le caigan, porque tiene el pelo muy liso, o que el disfraz de ovejita le tape toda la cara, o que todavía sea un bebé y al verte entre el público salga corriendo a sentarse con vos. No importa nada de eso, el hijo de uno tiene un reflector encima, una luz especial que lo ilumina. El hijo de uno sonríe desde el escenario y se siente una felicidad extrema, unas ganas de subir a abrazarlo, unas ganas de que la vida siempre sea así de perfecta y mágica y de tanta felicidad allí van [plin plin] las lagrimitas.
Y entonces me doy cuenta de que no importa la edad, las veces que los haya visto en los actos del colegio, siempre esos momentos van a ser especiales.
Y entonces me enjuago las lagrimitas y me repito como tantas veces lo hicimos con mi amiga Olga al salir de esos actos:
¡Prueba no superada!