Antes de que cualquier prueba de laboratorio o chequeo médico me confirmara que ya estabas conmigo, yo te presentí. Te sentí impetuosa e inquieta dentro de mi útero adolescente. Te presentí amorosa y pícara, curiosa y hablantina.
La primera vez que te vi eras un pedacito de persona que apenas se movía. En ese tiempo las ultrasonografías eran remedos de imágenes en blanco y negro en los que había que adivinar las formas. El médico nos mostraba tu cabeza, tus manitas, tus piés, tu corazón, y yo no pude evitar llorar. Ya te amaba, pero al verte me enamoré irremediablemente.
Te gustaba jugar al fútbol aún antes de nacer. Recuerdo la piel de mi vientre ondeante, y tus piecitos recordándome que pronto saldrías, para caminar a mi lado. Todos los meses que estuviste dentro de mí me sentí acompañada y amada.
Yo, a mis 19 años e ignorante de todo, esperaba con ansiedad el día de tu nacimiento. Cuando comenzaste a dar señales de querer salir a conocer el mundo me di cuenta de que la vida no es como la pintan, y se puso a prueba mi autocontrol.
Me recuerdo corriendo a un teléfono público para avisarle a tu papá que ya venías, luego yendo al hospital solo para que, después de una semana de dolores, me mandaran de regreso para la casa. Recuerdo a tu abuelito Lilo y a tu tío Sergio saliendo entusiasmados pensando que te traía en brazos, y no aún dentro de la panza. Recuerdo a tu abuelita Clarita acompañándome de nuevo al hospital cuando ya los dolores no me dejaban dormir.
Recuerdo la angustia que sentí cuando me dijeron que era necesario que nacieras ya, y que ya que mi cuerpo no colaboraba, te abrirían camino a punta de bisturí. Recuerdo haber visto tu manita, en medio del mareo de la anestesia, y haberme esforzado en ver que tuvieras escrito mi nombre en el brazaletito que recién te ponían.
Después de que naciste, aquel mediodía del jueves 24 de febrero de 2000, te separaron de mí. Fueron horas eternas en las que, mientras recobraba el sentido, no me aguantaba por verte, por cargarte por primera vez. ¿Por qué no la traen? ¿Estará todo bien? ¿Qué voy a hacer cuando la tenga aquí conmigo? ¿Podré hacerla feliz?
Era de madrugada aún cuando una enfermera me despertó: “Señora, aquí le traigo a su niño”, al tiempo que ponía en mi cama un bultito rosado envuelto en una manta. Entonces vi los ojos más bellos del universo. Te vi, me viste, me sostuviste la mirada, y mi corazón se hinchó tanto que no sé cómo mi pecho no reventó.
Desde entonces has sido mi niña, mi tesorito, mi joya, mi pollito. Te he visto reír y llorar, hemos jugado y te he regañado. Hemos apostado a ver quién le da más besitos a la otra en un minuto. Te he enseñado a ser una mujercita y me has enseñado a ser mamá. Hemos corrido juntas, nos hemos caído juntas, me has visto equivocarme y me has perdonado, has sido la razón por la que, sin importar qué tan malo fuera mi día, he amado la vida. Por años has estado allí para recibirme con una sonrisa, sin reclamar el hecho de que te deje todo el día para ir a trabajar, y sin jamás escatimarme un “te amo, mami”.
Te veo, y ya no sos mi niña, sos toda una señorita. Tu cuerpo y tu mente cambian, pero tu amor está intacto. Veo tus ojos y sigo viendo a mi bebé. Me besas y sigo sintiendo la ternura de nuestros primeros años. Cada vez sos capaz de caminar más lejos por tu cuenta, sola, y comprendo que pronto serás toda una mujer, y me dan ganas de reír, y me dan ganas de llorar, y quiero ser la mejor mujer del mundo para servirte de ejemplo, quiero aprender toda lo que pueda para poder enseñarte, quiero vivir suficiente para no dejarte sola.
Gracias, mi Adri, por haber venido al mundo, por estar conmigo siempre y por tu amor incondicional. Gracias mi niña, por tu sonrisa, por tus chistes, por tus bromas, por tus reflexiones que a veces parecen de adulta, por contarme qué haces en tu día, por confiarme tus problemas y buscar en mí las soluciones.