Y bueno, nada más fue que me dijeran que estaba embarazada y la madre competitiva, obsesiva y perfeccionista que vivía en mí salió en todo su esplendor.
Quería tener un parto normal. Luché por un parto normal hasta el último día, caminé con esa panza alrededor de dos kilómetros (ida y vuelta) todos los días, oía música clásica a todo volumen para estimular a la bebé, leía poesía en voz alta con el mismo fin, compré todos los libros necesarios que te decían cómo ser la mejor madre, compré las pachas que estaban científicamente diseñadas... Y todo eso, ya saben.
Pasé siete años teniendo y criando niños, cada uno con tres y cuatro años de distancia. Y a cada uno lo llené de atención, de libros con dibujitos lindos, de noches con canciones que les cantaba. A la primera le quité la pacha a los dieciocho meses, todo un logro. Esa niña caminó de diez meses, de un año hablaba sorprendentemente, El segundo aprendió a ir al baño casi de dos años. ¡Todo un logro! Era la madre perfecta. La madre que, a pesar que trabajaba todo el día y a veces llegaba pasadas las ocho de la noche, cantaba canciones de cuna, la madre que compraba discos extraños de música de todo el mundo para sus hijos, la que compraba regalos para piñatas anticipadamente para estar preparada, la que le hacía regalos a todos los maestros, la que estaba sentada en primera fila en todos los actos, la que los ponía a pintar a clases de música a clases de natación a clases de gimnasia a clases de todo lo que fuera apropiado para estimular su creatividad e inteligencia... La que no salía corriendo por cada golpe o cada caída, porque eso los volvía más fuertes, la que a los diez años los dejaba haciendo solos las tareas porque eso los volvía más independientes...
Esa era yo, la madre perfecta.
Pero un día, sentada en una primera comunión con las otras madres perfectas de los compañeros de mi hijo que proclamaban todos sus esfuerzos por ser también madres perfectas: sus hijos estaban en clases de karate, natación, ajedrez, tenis, clases de refuerzo, etc., etc., etc.; me di cuenta de que en una medida o en otra la cosa de la maternidad y los hijos se había vuelto una competencia y decidí que ya no quería ser una madre perfecta, sino, tener hijos felices.
Y desde entonces, obviamente ahora son mayores, los dejo allí, deambular por la vida descubriendo sus gustos y personalidad. ¡¡Diosanto!! ¿Quién no tuvo quince años y se quiso acostar a las 4 de la madrugada? Ahora hay libros de todo tipo por la casa, dibujos, creaciones de todos por doquier, al pequeño le gusta la música clásica, "¿quién compuso eso?" me pregunta cuando oye algo nuevo... Llevan buenas notas, no las notas perfectas por las que yo luchaba, pero buenas notas. Uno escribe en el newsletter de la escuela, la otra escribe novelas, el otro agarra las matemáticas como que fueran hobby. Alguien me dice que mis hijos son demasiado buenos, demasiado dulces, y a veces no entiendo sí es un piropo o lo dice como algo malo...
Y allí van...
Los hijos perfectos de una madre que decidió ser imperfecta.